por Silvia Román Mangas
Leí La gallina degollada y otros relatos de Cuentos de amor de locura y de muerte por primera vez hace al menos cuatro años. Si entonces me hubieran dicho que acabaría editando a Horacio Quiroga, seguramente habría imaginado editar un libro con cubiertas negras y teñido de sangre. Y aunque no sería una mala opción de marketing, parece que el autor uruguayo fue puliendo esa oscuridad durante muchos años después de escribir Los arrecifes de coral. En esa primera obra, que es la que nos ocupa como grupo editorial, Quiroga se asoma al bestialismo y a lo macabro por el hueco de una puerta entornada, entre el vaivén de un mar picado, a través del cabello de ángel de un postre delicioso. Una leve vacilación entre el amor a una mona o a su novia (La mona), un juego embriagador entre un oso y su amigo de borracheras (El oso), una amada encarnada en vaca (Pasífae), todo ello son solo un entrenamiento para lo que vendría después.
En sus cuentos, el uruguayo quizá inconscientemente deja entrever la influencia de la antigua mitología griega. Pues ya en la Metamorfosis, Ovidio nos cuenta cómo Zeus no solo se come a alguna de sus esposas sino que en diferentes ocasiones se transforma en toro, en sátiro, en águila o en cisne con fines sexuales para saciar su hambre de lujuria. Avanzando unos siglos adelante, en el siglo XVI, un escritor y cirujano, Ambroise Paré, escribió Monstruos y prodigios, obra en la que, además de muchos relatos sobre bestias inhumanas, nos pone ejemplos de niños cuyas partes inferiores o extremidades pertenecen a animales.
Ambos relatos, en tiempos diferentes, hacen pensar que el bestialismo de Quiroga en La gallina degollada podría ser intrínseco a una preocupación vital del ser humano. El matrimonio de Mazzini y Berta tiene un hijo tras otro, a pesar de que todos acaban teniendo una enfermedad que los deja idiotas. Sin embargo, eso no los frena para concebir otro hijo fruto de la pasión y la lujuria que acaba inundando a un matrimonio insaciable de fracasos. Los niños no son más monstruos por no saber articular palabra o por no mostrar el más mínimo ademán de empatía. Y los padres no son más humanos por reconciliar los rencores a través de la lujuria. Puede que sea justo por esto último por lo que los padres son más bestias que los propios niños inocentes sin un cerebro funcional. Unos actúan como monstruos porque no tienen capacidad de razonar, otros aun con raciocinio, relegan de sus hijos por no ser lo socialmente aceptado.
Una idea interesante nace al leer sobre bestialismo en la literatura. Y es que en la mayoría de los relatos se intenta moldear a unos personajes cuya apariencia es la de un animal o en su defecto, un monstruo. Si no convierten en bestia al protagonista, sí algunas partes de este. Siempre hablando de la cubierta, de lo que se ve a simple vista, de la apariencia, el temor a lo que ven los ojos. Sin embargo, Quiroga proviene de un mundo oscuro, y como él dijo «Tengo la cabeza llena de Poe», así que lo que sus ojos pueden o no pueden observar se queda relegado a la levedad de lo tenebroso. Para el cuentista, el terror no está fuera, sino dentro de cada personaje. Y por eso no juega con la apariencia de los niños en La gallina degollada, los plasma como seres inocentes que no tienen la culpa de haber nacido mal, los priva de habla y les otorga un papel mimético, que los exculpa de todo cuanto puedan hacer. Ya lo avisa desde el principio Quiroga: «Tenían en cambio, cierta facultad imitativa; pero no se pudo obtener nada más». Entonces, ¿qué es lo monstruoso de este cuento si los niños no son en realidad dueños de sus actos?
Lo macabro, lo monstruoso es la esencia del comportamiento de los que vemos como humanos. Una familia avocada, no solo al sufrimiento, sino a la agonía. Lo que ocurre al final solo es un hecho que expresa con la sangre de una hija, antes viva y querida, lo que los padres habría deseado: cuatro hijos muertos.
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