La vida de Horacio Quiroga, marcada por la tragedia y la muerte, culminó el 19 de febrero de 1937 por decisión propia, tras envenenarse con cianuro en un hospital de Buenos Aires. El célebre cuentista creaba así un capítulo final para su singular y tortuosa vida.
Lo que en un principio eran unas molestias que no lo abandonaban resultó ser un cáncer terminal de próstata. Los médicos que lo estaban tratando decidieron no informar a Quiroga de la gravedad de su situación mientras lo sometían a pruebas y lo preparaban para una operación. Los meses pasaban y el uruguayo comenzaba a desesperarse. En su última carta del 9 de febrero 1937, Quiroga escribía a su amigo Martínez Estrada: «Ando con una depresión muy fuerte, motivada por el atraso en mi precaria salud […] Cama otra vez, harto de leer, y con el horizonte muy nublado […] casi cinco meses de hospital son mucho […] Escríbame cuando le haga falta desahogo como es mi caso».
Un día llegó hasta los oídos de Quiroga que en las entrañas del hospital tenían encerrado a un monstruo. Se trataba de Vicente Batistessa, un paciente con una grave afección de neurofibromatosis, más conocida como elefantiasis, que le había provocado unas deformidades atroces y confinado a vivir en soledad. A pesar de su dolor y debilidad, Quiroga exigió que instalaran en su misma habitación a Batistessa. Entre los dos solitarios nació una insólita amistad. Pasaban las horas en la penumbra de su habitación mientras el escritor contaba historias de la selva.
Quiroga seguía con las interminables pruebas médicas y su dolor no paraba de aumentar. Su soledad tan solo se veía interrumpida por las conversaciones con su amigo Batistessa y por las breves visitas de sus amigos y de su hija Eglé. Un día, Batistessa escuchó hablar a los médicos sobre la operación que estaban preparando para su amigo y sin dudarlo le informó de las funestas noticias: se trataba de una dolorosa intervención que solo retrasaría un final inevitable. Tras la confesión de su amigo, el escritor uruguayo tomó una decisión: no esperaría a que la muerte viniese, una vez más, a por él; esta vez se adelantaría y sería él quien fuese a buscarla. Y así lo hizo.
La tarde del 19 de febrero de 1937, Quiroga salió a dar un paseo y fue hasta una farmacia, allí compró cianuro. Esa misma noche, llenó una copa de whisky y lo mezcló con el letal polvo. Durante aquella madrugada, quizá, Horacio Quiroga se sintió como uno de los funestos protagonistas de sus cuentos. En las sombras de la habitación, Batistessa permanecía a su lado. El escritor no dejó ningún escrito, ninguna confesión, y si hubo palabras de despedida, tan solo las escucharon sus oídos. Ya estaba todo dicho. Ya estaba todo hecho. Cuando el veneno comenzó a hacer efecto y llegaron los terribles dolores que precedían a la muerte, lo último que vio Horacio Quiroga fue la mirada del monstruo, de su último y leal amigo.
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