por Miguel Ángel Pinel
“Que ya estamos en agosto y el buque partió en enero…” – El buque.
Se dice que las grandes historias se desarrollan durante un viaje, que la posibilidad de ver el mundo con nuevos ojos amplía los horizontes particulares de cada uno. En el caso de Horacio Quiroga fue determinante su viaje a París justo en la intersección entre dos siglos, el de la tradición y la descripción que se dejaba atrás, y el de la vanguardia y el caos que se avecinaba.
En ese afán rimbaudiano de que hay que ser absolutamente moderno, el jovencísimo Horacio emprende un viaje tanto de exploración externa como de profunda introspección. Su llegada a París le hace entrar en contacto con un universo literario nuevo y lleno de posibilidades, una circunstancia en la que puede desarrollar su talento artístico sin ambages, sin preocuparse por el qué dirán, las críticas y el aburguesamiento. Deja fluir así sus experimentos literarios, la creación en pañales que se lleva a cabo en París durante los primeros años del siglo XX, empapándose de las corrientes, los autores y las rupturas literarias que ya en París son toda una provocación y en su Uruguay natal pasan por las excentricidades más salvajes de una pandilla de lunáticos.
Los siguientes posts tienen como objetivo desentrañar este episodio que, a priori, no parece más que un afán turístico sin importancia, dejado de lado por la crítica. Descubriremos así que nada más lejos de la verdad, pues este viaje fue decisivo para la construcción del Horacio autor, para su cuestionamiento de las reglas literarias imperantes, para la necesidad de un nuevo lenguaje, fresco y diferente, que consiguiese modelar la palabra como portal de lo indecible anteriormente, y la constitución de un imaginario propio, rabiosamente moderno, inspirando a otros autores cercanos a Quiroga y que nos ha dejado expuestos los cimientos de una de las personalidades literarias más notables de latinoamérica.
¿Me acompañas en el viaje?
Continuará…
Los arrecifes de coral 